Fue uno de los momentos más curiosos vividos por el Führer nazi públicamente. Cuando nadie lo esperaba, Carla Lee de Vries lo sorprendió ante miles de personas. ¿Cómo reaccionó el tirano?
En 1936, cuando aún faltaban tres años para el comienzo de las acciones de la Segunda Guerra Mundial, los peores horrores perpetrados por el nazismo aún estaban por llegar. Fue cuando Adolf Hitler aprovechó la oportuna organización de los Juegos Olímpicos para dar ante el mundo una imagen que -ciertamente- le costaba mucho esfuerzo actuar.
Entre el 1° y el 16 de agosto de aquel año la bandera con la Cruz Esvástica ondearía pacíficamente junto a la llama olímpica en el imponente estadio de Berlín, la capital de la Alemania nazi del Tercer Reich.
El Führer creyó que esa era la perfecta oportunidad que se le presentaba para recibir a miles de visitantes de todas partes del mundo y mostrarse abierto como nunca lo había hecho con anterioridad.
Los más altos jerarcas del régimen nazi bajaron el tono de su rabiosa retórica desbordante de odio, dibujaron unas poco creíbles sonrisas de circunstancia en sus rostros y construyeron enormes y modernas sedes para albergar las competencias y sorprender a las numerosas delegaciones extranjeras. Pese a que los más destacados atletas fueron de la partida en la monumental justa deportiva, era Hitler quien estaba en el centro mismo de la escena y captaba -mayoritariamente- la atención de toda la prensa mundial.
El 15 de agosto, entre la inmensa multitud que se había congregado en el Estadio Olímpico de Berlín, estaban Carla Lee de Vries y su esposo George, una excéntrica pareja de estadounidenses, poderosos y acaudalados productores de leche de la localidad de Norwalk, en el estado de California, quienes disfrutaban de unos días de vacaciones por Europa.
La mujer era muy especial y -según cuenta la leyenda- uno de sus hobbies preferidos era el de acercarse a personalidades famosas y conseguir los autógrafos menos pensados. Aquel día la prueba masculina de 1.500 metros de natación estilo libre acababa de finalizar y Carla preguntó a los guardias apostados en la tribuna principal si el Führer sería tan cortés de firmar su billete olímpico y dejar estampada su firma para la posteridad. Tuvo suerte y, durante una larga pausa en la acción, la escoltaron hasta el asiento del líder de la Alemania nazi, que tenía un día de particular y no tan habitual buen humor.
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Acompañada por un oficial de las SS y la casi planeada presencia de un camarógrafo asignado a la cobretura del evento deportivo, llegó frente a Hitler para lograr su cometido. El tirano de Alemania autografió el ticket y amablemente se lo devolvió, pero Carla Lee de Vries tenía otro plan. Cuando nadie lo esperaba, se abalanzó sobre Hitler y trató -no una sino dos veces- de besar al dictador. Contra todo pronóstico, el Führer dio la insospechada sensación de disfrutar el momento aunque -luego- buscó sacarla de encima con una amplia sonrisa, en una escena casi adolescente y escolar.
El asunto y su obsesión por besar a Hitler duraron unos 10 segundos y todo quedó filmado a dos cámaras, pero el departamento de propaganda de los nazis lo censuró asegurándose que la práctica mayoría de los alemanes no se enteraran de lo que allí había sucedido.
Al final de la curiosa e incómoda jornada, la Cancillería del Reich era un auténtico hervidero. Hitler ya no sonreía. Furioso, dispuso la reorganización completa y total de su aparato de seguridad. Algunos agentes fueron despedidos, otros degradados, mientras no pocos aseguran que varios fueron pasados por las armas.
Con los años alguien le preguntó a Carla Lee de Vries por qué se animó a poner en un apuros al Führer nazi y arriesgar su integridad.
Ella dijo: “Hitler estaba inclinado hacia adelante, sonriendo, y parecía tan amigable que simplemente me acerqué y le pedí su autógrafo, que escribió en mi boleto de la prueba de natación. Siguió sonriendo y entonces lo besé. No había planeado tal cosa. Lo abracé porque parecía amable. No sé por qué lo hice. Es que soy una mujer de impulsos, supongo". Carla Lee de Vries murió en la ciudad de Los Ángeles el 3 de junio de 1985 a sus 92 años de edad. Se fue a la tumba guardando un íntimo y vailosísimo secreto. ¿Acaso había estado enamorada del temible y sanguinario Führer alemán?
Es algo que ella jamás se atrevió a revelar.
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