El panorama existente en Medio Oriente, desde los sucesos del 7 de octubre pasado, ha dejado algunas señales que merecen ser mencionadas. Los actores, transcurrido un tiempo, demuestran no tener verdadero interés por involucrarse de lleno en la cuestión palestina. Los apoyos, las condenas y la indignación no han superado, lo meramente discursivo.
¿En qué circunstancias se encuentran los países de la región? ¿Cuál es el rol que juegan las potencias en los actuales acontecimientos?
El actor más importante de los estados árabes es, en varios aspectos, Arabia Saudita. El gobernante de hecho y heredero al trono, Mohamed Bin Salman (MBS) intenta llevar a cabo, por ahora con éxito, una importante reforma en lo referido al funcionamiento del reino. Esto va desde lo cultural hasta lo económico, y ensaya ser un punto de partida para configurar un país diferente.
Por ejemplo, ha otorgado más libertades a las mujeres, permitiéndoles manejar o no tener la obligación de cubrir su rostro por completo. Es más, ahora es posible observarlas en puestos laborales de distinta índole, algo impensado hasta hace poco tiempo.
En lo económico, sin dudas, la reforma más destacada es la apertura del turismo, lo cual significa explotar un recurso que la monarquía jamás había utilizado y al que, para su difusión, se están dedicando cuantiosos recursos (como la contratación de estrellas para promocionar el destino, como Lionel Messi o el tenista Rafael Nadal).
Sin embargo, la política exterior de MBS ha tenido más bien resultados ambivalentes. Su estrategia de acercamiento a Irán a través del acuerdo firmado bajo los auspicios de China, vio la estabilidad que prometía para la región rápidamente abandonada debido al estallido de violencia acaecido en Israel-Gaza. Al mismo tiempo, la intención de normalizar las relaciones diplomáticas con Israel bajo la promesa de que Estados Unidos de el visto bueno para el desarrollo de un programa nuclear también quedó maltrecho a causa de la condena que debió lanzar el gobierno saudí ante los ataques israelíes sobre los territorios palestinos. Como custodios de la Meca y Medina, las ciudades más sagradas del Islam, Arabia Saudita no tenía alternativa.
Vemos entonces que poco tiempo después de los acuerdos propiciados por China, la inestabilidad emergió como una sombra en la región: Sudán se sumió en una espantosa guerra civil; el ataque sobre Israel por parte de Hamás y la posterior ofensiva contra Gaza; la reactivación de los Hutíes que a pesar de ser un grupo armado emerge como una inverosímil potencia que perjudica, sin explicación razonable, uno de los pasos comerciales más importantes del mundo; ataques diversos sobre bases estadounidenses en Siria e Irak incluyendo las respectivas respuestas de la potencia norteamericana; el ataque de Irán sobre Pakistán alegando estar luchando contra un grupo terrorista allí asentado. En el listado anterior se ha dejado de lado la continuación, casi eterna, de la guerra en Siria, país en el que continúa la presencia de tropas estadounidenses y rusas, es distintas zonas.
Además, habría que considerar la prolongada destrucción político-económica de Líbano, cuyo sistema no escatima en mostrar la fragilidad institucional que conlleva otorgar puestos de gobierno según la religión del funcionario. La presencia de Hezbolá en aquel país, con un poder por lejos superior al del Estado, también es un factor de inestabilidad constante.
A esta altura, pareciera cuanto menos factible pensar que la renacida conflictividad de Medio Oriente perjudica principalmente a China (descontando, desde ya, los terribles padecimientos de las poblaciones involucradas en los conflictos), país que había lanzado una profunda serie de negocios tanto con Israel como con Arabia Saudita, en el marco de su ambicioso plan de la Nueva Ruta de la Seda.
¿Hay alguna relación entre el caos desatado, con el protagonismo que estaba mostrando Beijing en la región? De ser así, MBS tendrá que decidir rápidamente si continúa su profundización de relaciones con China, potencia con la que firmó, en junio del año pasado, un programa de inversiones por 10 mil millones de dólares…
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Por otro lado, en apariencia, continúa sin quedar claro el rol de Rusia en este escenario. Moscú mantiene desde 2015 su presencia militar en Siria, donde posee una importante base en el Mediterráneo dentro del puerto de Tartús. A pesar de las acusaciones, y, una vez más, los fuertes discursos, no ha entrado en conflicto con las tropas estadounidenses establecidas en el mismo país. De hecho, es sabido que las acciones militares rusas suelen estar coordinadas con sus colegas de Washington.
Un dato no menor es que Rusia jamás interviene de forma concreta en defensa de Siria frente a los bombardeos de Israel. Sólo se ha limitado a suministrarle el escudo antiaéreo.
¿Cuál es, entonces, la estrategia de Rusia para Medio Oriente? ¿Qué objetivo tuvieron las visitas recientes de Putin a Emiratos Árabes Unidos y Arabia Saudita? (Dicho sea de paso, el recibimiento al presidente ruso en aquellos países fue digno de un zar). ¿Están los intereses de Moscú realmente contrapuestos a los de Estados Unidos en esta zona?
Washington, mientras tanto, brinda apoyo militar a Israel y, a su vez, ayuda humanitaria a los habitantes de la Franja de Gaza; ¿Cuál es el tablero para Medio Oriente al que aspira la Casa Blanca? ¿Es factible ejecutar la idea, hace poco mencionada por el Secretario de Estado Anthony Blinken, de crear un Estado Palestino? ¿Querrá Estados Unidos, corriendo a China de su breve paso por la región, retomar la senda de ser el principal garante y aliado en Medio Oriente?
En este escenario tan confuso, una sola cosa es segura, la debilidad de Beijing. No sólo no puede defender sus rutas comerciales, sino que no tiene la menor influencia en cuestiones diplomáticas ni de seguridad.
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