Caída del muro de Berlín.
En 1989 se derrumbaba el muro de Berlín con las picas de los habitantes de una Alemania partida en dos, como consecuencia de la guerra fría que dividía al mundo occidental pro capitalista y el mundo comunista liderado por la entonces Unión Soviética.
La caída del muro fue un símbolo de la desintegración del mundo comunista, que en los primeros años del siglo XX ilusionaba a la humanidad con la construcción de una sociedad igualitaria y fraterna, y setenta años después devino en una dictadura dogmática que creyó que por decisiones políticas se podía dirigir la economía, suprimir religiones, nacionalidades, preferencias sexuales, patrimonios personales.
Cuando se corrió el velo de la famosa cortina de hierro quedó claro que todo fue una gran mentira, la gente conservó sus creencias religiosas, los nacionalismos detonaron en cruentas guerras que cambiaron el mapa de países inventados, existían homosexuales, y había ciudadanos inmensamente ricos y la mayoría de la población había caído en la pobreza extrema.
En nombre de la dictadura del proletariado se cometieron todo tipo de aberraciones comparables con los crímenes fascistas o de la inquisición.
El triunfo del capitalismo trajo aparejado un nuevo dogma, el fin de la historia, que sería prontamente desmentido por otros fundamentalismo que ganaron la atención del mundo occidental, derribando en un ataque suicida las torres gemelas en la ciudad de Nueva York y que sirvieron de argumento para nuevas invasiones de tropas norteamericanas en el continente asiático.
El problema de los dogmatismos es que su verdad es el absoluto, por lo cual todos los demás están equivocados, y en nombre del dogma, sea una religión, una creencia o una pertenencia partidaria, asumen el derecho de combatir y sancionar al diferente por cualquier método.
Las hogueras de la inquisición, el confinamiento en los hielos de Siberia, los campos de exterminio de los nazis, las desapariciones forzadas del terrorismo de Estado en nuestro país, son los ejemplos extremos del horror en nombre de supuestas verdades.
Los fundamentalismos son malos porque pierden la facultad de reconocer que el otro también puede tener razón. Las bases de una sociedad democrática están en la participación de todos, sin que nadie se vea obligado a renunciar a sus creencias políticas, religiosas, a sus orígenes nacionales o raciales o a sus preferencias sexuales .
En una sociedad democrática la política es la actividad principal pero no es la única. Los gobiernos elegidos por el voto popular conducen el Estado pero no pueden ignorar la realidad. El general Perón recordaba que era muy distinto conducir que mandar. El mando es inherente a la organización militar, las órdenes no se discuten se acatan. El conductor político tiene que persuadir con un oído atento a los sentimientos del pueblo, pero con objetivos claros marcar el camino.
Uno de los mayores ejemplos de liderazgo en la historia de la humanidad es el de Moisés, que llevó al pueblo hebreo durante cuarenta años por el desierto en búsqueda de la tierra prometida. En política moderna se puede ver como el marketing reemplaza los principios, los discursos publicitarios disfrazan la falta de hechos, dirigentes que son meros comentaristas que no asumen responsabilidades y manifiestan que la culpa de los fracasos es siempre del otro.
Pero como en la realidad están las verdades, cuando las cifras oficiales reconocen que más del cuarenta por ciento de la población es pobre es necesario una revisión de los hechos que nos llevaron a esta situación.
No se pueden tener resultados distintos haciendo desde hace tiempo las mismas cosas, creer que por magia o decisión política se puede mejorar la vida de la gente sin movilizar la economía con inversiones y con una moneda estable, es una forma de dogmatismo, al igual que creer que el mercado por si solo resuelve todos los problemas, los dogmatismos nunca terminaron bien.
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