A lo largo de la historia el Viejo Continente se debatió entre la unidad o la pluralidad de los Estados. Con la conformación de la Unión Europa vino el éxito económico, pero no se tradujo en éxito político. Y el nuevo Parlamento que se votó esta semana podría volver a cambiar las cosas.
Desde el Imperio Romano, pasando por Carlomagno y Napoleón, hasta la actual Unión Europea, han aparecido de forma recurrente en diversos periodos de la historia, y por variadas razones, tendencias hacia la unidad europea.
Sin embargo, una corriente contraria, el pluralismo de Estados, ha sido la regla de la vasta historia europea. Sin ir más lejos, el concepto de "equilibrio de poder", basado en la existencia de una multiplicidad de Estados con un poderío relativamente similar, y que ha regido durante siglos la política exterior de las naciones europeas, es en su esencia un rechazo a cualquier tipo de unidad. Ligado al concepto de soberanía, y con un celo especial por la demarcación de fronteras, su función era precisamente evitar que un solo actor alcanzara la hegemonía a nivel continental.
No faltan ejemplos concretos. Fue durante siglos una parte fundamental de la geopolítica francesa el mantener dividido el centro de Europa para evitar allí el surgimiento de un gran Estado rival. Política exitosa que solo el genio de Bismarck pudo revertir. Y fue un eje central de la geopolítica británica, además del control de los mares, el mantener dividido el continente europeo para evitar el surgimiento de un hegemón que, una vez asegurada la primacía continental, decidiera disponer de sus recursos para subyugar a las islas británicas.
Cada cierto tiempo, el equilibrio de poder se veía amenazado y era necesario recalibrar. Eso significaba, ni más ni menos, guerra. La posibilidad de lucha era algo aceptado dentro del esquema, necesario para el mantenimiento del sistema. Hasta el surgimiento del Imperio Alemán, que hizo saltar por los aires el equilibrio europeo y terminó con dos guerras mundiales en el siglo XX. Faltó poco a Alemania para demostrar que era más fuerte que todos sus vecinos europeos juntos, y solo la intervención de la creciente superpotencia americana y de Rusia –ya URSS- pudo evitar que todo el continente comenzara a hablar alemán.
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El ascenso de EE.UU. y la Unión Soviética, le pérdida de hegemonía, y los horrores de la guerra, hicieron que Europa comenzara a transitar un camino diferente. Paulatinamente, desde la década de 1950 hasta la actualidad, fue profundizando sus lazos, estrechando relaciones, y antiguas enemistades se transformaron en vibrantes sociedades comerciales. Las naciones europeas pasaron de provocar poco más de 50 millones de muertos a compartir una moneda común con tan solo algunas décadas de diferencia.
Sin embargo, el éxito económico no se tradujo en un éxito político. Pocos dudan que Europa sea poco más que un protectorado estadounidense, muy lejos del peso que alguna vez supo tener en el tablero geopolítico internacional. El tiempo solo ha profundizado esta cuestión.
Más allá de la moneda, las fronteras comunes, el pasaporte comunitario y todos los elementos que dan cierto sentido de unidad, no ha podido cristalizarse un proceso de verdadera unidad política. Surgió entonces una doble crítica que Europa no ha sabido resolver. La dilución de las fronteras, y más aún la política general hacia la inmigración, ha sido criticada por sectores nacionalistas que hoy ven amenazada la identidad cultural europea y que, a su vez, en algún momento se han manifestado contrarios a la existencia misma de una Unión Europea.
Por el otro, los sectores unionistas no han sabido ponerse de acuerdo en cómo avanzar hacia un gobierno verdaderamente europeo, donde las partes no pesen más que el todo. Las críticas se han centrado en el inmovilismo de Bruselas, en la maquinaria burocrática que impide avanzar y, en última instancia, en la falta de una unidad de propósitos para la UE en sí.
Es en ese escenario, y particularmente en Francia y Alemania, donde en las recientes elecciones europeas irrumpieron fuertemente en la escena los sectores nacionalistas refractarios a la idea de una unión. Muchos de ellos, por ejemplo, son contrarios a la idea de seguir ayudando a Ucrania en la guerra con Rusia. ¿Podría suceder entonces que Europa deje de asistir a Ucrania con el material que tanto necesita para seguir combatiendo?
Y si este escenario se consolida, y al interior de cada Estado los nacionalismos llegan al poder, ¿estaremos ante el fin de lo que fue un nuevo intento de unidad europea?
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