La pelea por el municipio oriental del Estado, clave en el corredor de narcotráfico hacia el centro y la capital de México, motivó el asesinato múltiple para debilitar el poder del Cartel Jalisco en la zona, según fuentes oficiales. Artículo exclusivo, publicado por El País.
Por Canal26
Jueves 31 de Marzo de 2022 - 12:52
Operativo policial contra narcos. Foto: Juan José Estrada Serafín / Cuartoscuro / El País.
Por Elena Reina, para El País.
La única diferencia entre una guerra declarada y las matanzas que soporta Michoacán estos días es la ausencia de Estado. La masacre de 20 personas el pasado domingo en un palenque clandestino en el municipio de Zinapécuaro consistió, según confirman fuentes oficiales a este periódico, en un asesinato múltiple cometido por los miembros de una facción de los históricos dueños del territorio, La Familia Michoacana, contra los nuevos, el Cartel Jalisco Nueva Generación. Y así como tiñen de sangre decenas de municipios de Tierra Caliente, una batalla casi idéntica se libra hacia el este del Estado, el corredor clave de narcotráfico hacia el centro del país y su capital. Hombres acribillados a balazos en las carreteras, fusilados a plena luz del día, alcaldes ejecutados, minas antipersonas, tanques modificados para el combate, los llamados monstruos, y miles de desplazados de sus casas son las postales que cada semana envía Michoacán al resto del país. Una guerra salvaje sin una autoridad, ni militar ni policial, que logre contener la sangría.
La reconstrucción de los hechos, según fuentes estatales consultadas por este diario, apunta a un actor clave, Daniel Correa, líder de Los Correa, que desde hace años se había repartido el pastel de la zona este de Michoacán, que colinda con Guanajuato —el Estado antes próspero y ahora conocido por ser el más mortífero del país— y a pocos kilómetros del Estado de México (entidad que rodea a la capital y donde reside buena parte de su clase trabajadora). Este rincón se lo disputa ahora el cartel oriundo —exmiembro de otro más antiguo, La Familia Michoacana— contra los recién llegados, el Cartel Jalisco Nueva Generación, de Nemesio Oseguera Cervantes, alias El Mencho, uno de los narcotraficantes más poderosos del país. Y la noche del domingo, Los Correa decidieron dar un golpe definitivo.
Alrededor de las 22.00 horas, montaron a sus hombres a una furgoneta de Sabritas —las populares papas en bolsa— y estacionaron frente a la puerta de un palenque clandestino donde se estaba celebrando una pelea de gallos: rancho El Paraíso. Ahí, entre apuesta y apuesta, se sospechaba que acudirían decenas de hombres de los de Jalisco. Entre ellos, el cabecilla de la zona, William Rivera, alias El Barbas, que murió acribillado en la fiesta, según han confirmado a este diario fuentes estales. Los hombres de Los Correa apretaron el gatillo de sus metralletas y asesinaron a sangre fría a 20 personas. Todavía hay cuatro hospitalizados por heridos de bala. Entre los muertos estaban el dueño del local, de 59 años, y su hijo. Quién sabe cuántos muertos más ajenos al conflicto se llevó la lluvia de bala, pues la Fiscalía consultada por este diario no ha querido ofrecer más información.
Hace poco más de un mes, en esa zona oriental —pues los límites territoriales del narco se manejan con más flexibilidad que los geográficos— presuntos miembros del Cartel Jalisco asesinaron al alcalde de Contepec, Enrique Velázquez Orozco. A principios de año, un enfrentamiento contra policías ministeriales y las autoridades señalaron de nuevo a los de Jalisco. Los hombres de El Mencho, que se han hecho famosos a fuerza de actos de terror contra la población en todo el país y de exhibir su artillería pesada, tanques y decenas de hombres vestidos con uniforme militar, trataron de controlar este rincón de Michoacán. Pero estas tierras tenían dueños, que se habían hecho con el control de la misma forma violenta. Y en medio de esta batalla quedan sus ciudadanos, inermes y solos, conscientes de que cuando el narco quiere, lo incendia todo.
La lista de hechos violentos en la entidad es, de tan cotidiano, abrumador. Cuando estalla una batalla en Aguililla, Zamora se convierte en el municipio más letal del país. Cuando asesinan al alcalde de Aguililla, ya habían matado al de Contepec. Cuando se acciona una mina antipersona y mata a un campesino en sus propias tierras, poco después, fusilan a más de una decena de personas rendidas a las puertas de un velatorio. Dos periodistas asesinados en un mismo municipio, en un mismo medio, después de que el último avisara de que lo iban a matar. Cuando en Michoacán uno cree que lo ha visto todo, asesinan a 20 personas más. Son los mensajes del narco a la población y hacia el Gobierno, escritos en muertos, para que nadie olvide quién manda.
En febrero, el Gobierno de Andrés Manuel López Obrador decidió que pese a su estrategia de no intervención en la guerra entre los cárteles, había que hacer algo en Michoacán. Esta entidad, a solo un par de horas en coche de la capital, se ha convertido en el epicentro de la violencia de su sexenio. A principios de ese mes, se anunció un despliegue inédito en su mandato que envió a miles de soldados a recuperar pueblos tomados por el narco desde hacía al menos 10 meses. Pero la violencia no ha cesado.
El lunes, con dos decenas de cadáveres más, López Obrador volvió a repetir que “la violencia no se combate con más violencia” y que lo importante es “atacar las causas”. Las causas son las condiciones de vida miserables en las que viven miles de pueblos como este en el país, donde cientos de jóvenes se han convertido en carne de cañón para poblar las filas del crimen organizado. El presidente insiste una y otra vez en que sus programas sociales —Jóvenes Construyendo el Futuro y Sembrando vida— tendrán un día algún efecto. También, que la historia sangrienta de la guerra contra el narco que emprendió Felipe Calderón (2006 a 2012) y que continuara Enrique Peña Nieto hasta 2018 solo provocó más muerte, más desaparecidos en fosas, más tragedia.
La sangre del pasado le vuelve a dar la razón al presidente, aunque nunca en la historia de México, ni siquiera en el peor año de la guerra contra el narco, se había matado tanto como ahora (más 100 homicidios al día en enero y febrero). La persecución de los grandes capos, pulverizó los históricos cárteles de la droga en cientos de bandas, una nueva en cada esquina, con capacidad de fuego similar, que siembran el terror a su antojo. Pues el tráfico de armas y la capacidad de constituirse en un ejército de sicarios la tiene cualquiera. La impunidad rampante, el 95% de los delitos no se resuelve, y un sistema de justicia fallido han sido la tierra fértil de la que se siguen alimentando. Pero las autoridades deben encontrar un punto medio entre ver las balas pasar y tener fe en los programas sociales y echar mano de los militares. La sangre de ahora, la urgente, la de este fin de semana o el próximo en Michoacán, no se resolverá con una beca de estudios o plantando un árbol.
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