Imagen: Artículo original EXCLUSIVO de PANAMÁ REVISTA: UNA ARGENTINA SIN BRECHAS
Por Diego Bossio
El problema de la Argentina no es sólo un problema económico. En un punto, ojalá lo fuese. La realidad es que hay otras brechas tan o más importantes que el dólar paralelo. Fuimos construyendo un país de brechas: la brecha entre la sociedad y la política, y la peor o la más relevante: la brecha entre quienes tienen oportunidades y quienes no las tienen. Después de muchos años de democracia llegamos a una encrucijada final: no hay recetas ni soluciones mágicas, ni acuerdos con el FMI salvadores, ni brotes verdes, ni dolarizaciones verbales, ni lluvia de inversiones, ni ningún mesías que se materialice de la nada y venga a solucionar nuestros fracasos. No esperemos más. No vienen. No están. Por eso es el momento ahora de salir a transformar este calamitoso estado de cosas cada cual desde su lugar.
Muchos años desde la política les pedimos más y más poder a los ciudadanos como condición necesaria para “liberarlos”. Era al revés. No se requiere más poder a la política para liberar a la gente, sino más poder a la gente para liberar a la política. Hay que liberar la fuerza, la creatividad de las personas, de las empresas, de las distintas comunidades y organizaciones. Que sean ellas las que empujen y vibren. Perón decía que el pueblo marchará “con los dirigentes a la cabeza o con la cabeza de los dirigentes”. Amén
Hubo un peronismo, como movimiento social y político, que construyó una nación, que transformó un país. Un peronismo que forjó una identidad representando a los trabajadores. Un peronismo que estuvo estructurado en la generación de un ideal. Un peronismo que fue quebrado en muchas oportunidades. Y lo vemos en el temple de muchos y muchas dirigentes en quienes perdura un estilo especulativo exacerbado ante las crisis y que trae una preocupante consecuencia: la autocensura de las opiniones. Y la otra cara de la moneda: las diferencias se tornaron en agresiones personales. No más profundo que eso, no menos peligroso que eso.
Las palabras que corresponden ser dichas no están dichas. Sea por miedo a comprometerse o a salir de la zona de confort, pero no están. Hay más silencios que voces. Algunos piden obediencia. Hay más murmullos que propuestas, siendo que los políticos y los dirigentes de todos los ámbitos estamos para desgastarnos si hace falta, para asumir riesgos, para que no siga fracasando la Argentina. Es nuestro deber. Es llamativo un peronismo que no se hace cargo de los problemas, que no avanza por tibias especulaciones, que no se anima a pagar costos, y que, sobre todo, dilata o posterga decisiones.
A una nación primero hay que pensarla y soñarla, para luego construirla y transformarla. “Comunidades Imaginadas” llamaba Benedict Anderson a esto. A la Argentina no le faltan recursos, en todo caso le falta confianza, le faltan sueños. San Martin soñó, Belgrano soñó, Rosas, Roca y también Mitre, Urquiza, Yrigoyen, Perón, todos soñaron. Y pusieron el cuerpo. No le temían al “relato de la Historia”. La hacían primero. Esos sueños fueron los de mucha gente y fue esa comunión la que permitió que nacieran políticas públicas concretas e innovadoras para cada época. No hubo voluntarismo, hubo decisiones y políticas. Y también muchas tensiones frente a un status quo que se resistía a dejar sus privilegios.
Nuestra generación de dirigentes no puede seguir hablando de la crisis, despotricando, sin dialogar, cruzados por la descalificación y la grieta, esperando el golpe salvador del Estado. ¿Puede prosperar el peronismo si no discute la relación con los sectores productivos esenciales del país, empezando por el campo, los hidrocarburos, la minería, las pymes o la inversión en la economía del conocimiento para generar trabajo formal? ¿De verdad la discusión se achica ideológicamente cuando se piensa un país integrado al mundo? ¿Podemos prescindir del debate de una educación que en términos de evaluaciones sólo nos marca retrocesos a lo largo del tiempo? ¿Podemos entender que el país necesita tener orden fiscal, lo pida o no lo pida el FMI? ¿Podemos entender que mejorar la macroeconomía depende de la exportación para que entren dólares? ¿Por qué no somos capaces de organizarnos social y políticamente para maximizar nuestras potencialidades y mejorar las condiciones materiales de los argentinos?
La familia y el país
Hace pocos días, en Mendoza, un empresario local comentaba que estaba pensando en irse a producir afuera, lejos de nuestra frontera. Historia conocida: leemos a diario la intención de empresarios que “se quieren ir”. En el otro extremo, un intendente me contaba que recibió a limpiadores que trabajan informalmente en la calle -los llamados “trapitos”- que le decían: “esto así no va más”. Pedían y necesitaban trabajo. Otra historia conocida y extendida: decirle “basta” a los planes sociales. Ambos extremos económicos están sumergidos en dificultades cotidianas y expresan transversalmente el ánimo del país. Sea de quien invierte o sea de quien está sumergido en la más absoluta precariedad laboral y sus carencias extremas.
También es común la charla donde alguien cuenta de algún hijo o hija que quiere emigrar. Me conmovió particularmente una, hace pocos días en Mar del Plata, con un veterano de la Guerra de Malvinas. Él, con profundo dolor, me decía que había luchado por la patria y ahora “mi hija quiere irse al exterior”. La pérdida de un hijo cuando se va al exterior forzadamente, cuando vive otra cultura, cuando se cortan cadenas como las de una abuela que no conoce a sus nietos, es algo desgarrador. Es la confirmación familiar de un proyecto de país que se rompe.
Este número impacta: 6 de cada 10 argentinos entre 18 y 39 años estarían dispuestos a irse del país. A este indicador (subjetivo) se le llama potencialidad migratoria. Aunque luego el número real sea menor, es un dato duro. Puede funcionar como la metáfora de un país que se descapitaliza en todos los sentidos. Muchos no quieren dejar a los hijos ni tampoco quieren dejar sus ahorros en el país, en una Argentina que ha perdido la confianza de propios y ajenos. Nuestro sector político suele desestimar o minimizar la migración, la guita bajo el colchón, la desconfianza en nuestra propia moneda: “ah, eso ocurre en una clase social acomodada”. Error. Como si no pudiéramos también ver el fracaso argentino en ese destino de las clases medias.
Hagamos un ejercicio: un escenario futuro y optimista con nuestro país creciendo. Si estimáramos que el Producto Interno Bruto por habitante -descontado el incremento poblacional- creciera desde 2022 a una tasa anual promedio de 2,8% de forma ininterrumpida, recién en 2025 superaríamos el pico de 2011. Es decir, creciendo este año y los próximos tres a buen ritmo, recién en ese punto podremos mirar hacia atrás y estar como estábamos hace 15 años atrás. Tan paradójico como brutal.
Lo cierto es que, desde mediados de los 80, nuestro crecimiento per cápita promedio es otro: sólo 0,7% promedio anual. Si el dato lo hiciéramos con ese número, más cercano a la realidad, los argentinos y argentinas deberíamos esperar hasta 2030 para recuperar el pico de ingresos de 2011. Tardaríamos, en este caso, 18 años en alcanzar una tasa de pobreza del 30%. Ya no sólo nos preocupa nuestra vida, sino que incluso vemos condicionada la vida de nuestras hijas e hijos.[1]
Poco para festejar, mucho para trabajar o mucho para despertar quizás. “Estamos en crisis” posiblemente sea una de las pocas cosas en la que todos estamos de acuerdo. Y sí: Argentina está en crisis. Hay incertidumbre en nuestra sociedad, nuestra vida cotidiana, la economía, la política, la educación, la cultura, el trabajo, el fútbol, el Estado.
Y lo acabamos de ver en datos. Argentina no sólo no crece, sino que involuciona. Cada vez que miramos hacia atrás nos preocupa más el futuro. En las estimaciones de un trabajo que desarrollamos junto a Martín Rapetti esto aparece con claridad: el ingreso por habitante en 2020 resultó casi idéntico al de 1974. Y no sólo eso, también el ingreso por habitante es menor que hace 10 años. Para ser exactos, el año pasado fue 12,8% inferior al pico histórico de 2011.
Frente a este escenario, tenemos la tendencia a volvernos más críticos que autocríticos. Nos acusamos unos a los otros y no nos hacemos responsables. Posiblemente de esta forma garantizamos que nada cambie y que el espiritu conservador sea el predominante. Así opera una cultura y un modo de hacer política (viejo) que no permiten que nazca una Argentina distinta, desbloqueada. Una Argentina que pueda respirar. La política se limita a revivir viejos hits o a corregir desastres (cuando llega), pero sin perspectiva de futuro: asistimos a una recurrente imposibilidad de encarar grandes empresas en conjunto. La grandeza nos queda grande.
El consenso como método
¿Qué nos pasa con la palabra consenso? Tiene mala prensa. Suena mal. Creemos que esa palabra mutila nuestra virtud pendenciera, igualitaria, distributiva. ¿Hay consenso? Entonces se van a imponer los más fuertes, pensamos. Pero miremos cómo vivimos. El sistema político no puede acordar desde hace años un ministro de la Corte Suprema de Justicia ni el Procurador General (el jefe de los fiscales federales). Cientos de Jueces Federales sin nombrar y la justicia que demanda la sociedad, una de las instituciones peor valoradas del país en la actualidad, permanece en la sala de espera. Ni hablar del Defensor del Pueblo. A veces el consenso, el acuerdo, es la garantía mínima para que las instituciones funcionen.
Los dirigentes nos llenamos la boca hablando de federalismo y no somos capaces de hacer realidad el mandato constitucional y la consecuente reforma del régimen de coparticipación federal, la más elemental de las leyes para garantizar un desarrollo equitativo en el país. La lógica del sálvese quien pueda es la que opera en cada caso. La actitud conservadora y el corto plazo. Una dirigencia política que no está dispuesta a despojarse de sus intereses.
Al bloqueo en el diálogo entre fuerzas políticas distintas hoy se suman las internas a corazón abierto del peronismo y la asombrosa incapacidad de generar acuerdos incluso en una delicada situación de crisis. La sociedad se siente rehén y busca naturalmente alternativas de escape, por más osadas y riesgosas que puedan ser.
Tal vez hablar del consenso como método sea voluntarista, y debamos en cambio pensar en encontrar un método para resolver los conflictos y organizarnos de manera tal que la Argentina avance. Distintos conflictos internacionales, mucho mas complejos de resolver que nuestros dramas de cabotaje, fueron resueltos con carácter, templanza e inteligencia política (incluso en nuestra región, pensemos en Colombia). Quizás encontremos un aprendizaje ahí. Tenemos que salir de actitudes conservadoras para poner en marcha a la Argentina.
Volver al futuro
En la película “Volver al futuro 2” hay una escena que me viene en estos días a la memoria: cuando vuelven del futuro (en aquel momento el “futuro” era el año 2015, ¡el tiempo pasa para todos!) a 1985, se encuentran con un presente paralelo, una realidad alternativa horrible, llena de violencia y desigualdad, para lo cual necesitan volver al pasado para restaurar el presente. Y cuando logran solucionarlo, el “Doc” dice “el futuro ha vuelto”. El peronismo, me atrevo a sugerir, necesita buscar en sus fuentes el espíritu para restaurar el presente y así recuperar el futuro. A veces para cambiar el presente y el futuro es necesario viajar al pasado, como en la película, pero no para quedarnos ahí. Viajar al pasado es buscar en nuestras mejores tradiciones, no en lo que hicimos, sino en los valores que nos inspiraron y desde ahí, aprender y proyectarnos.
Soy hijo de peronistas, nací en un hogar con mística y calor peronista. Voté las expresiones peronistas. Hay un pueblo que nunca dejó de ser peronista y lo es porque tiene memoria, pero por sobre todas las cosas, tiene expectativas sobre un futuro. El peronismo nació para ser gobierno, para discutir el poder, para la acción, no para ser una fuerza testimonial, anclada al ejercicio perpetuo de la crítica del espectáculo. No hay solución a los problemas argentinos si no es por una profunda transformación de la realidad social. Pero tampoco habrá solución, sin una transformación profunda de nuestra fuerza política.
El peronismo necesita iniciar un camino para recuperar la confianza social. Un camino de diálogo para lograr acuerdos y demostrar que la Argentina tiene futuro. El frentismo coalicionista en sí no es malo, sólo que muchas veces en vez de producir riqueza de miradas, trae obturación mutua y quietismo inmovilizante. Ese fue el caso del Frente de Todos. Hoy, una alianza que ni siquiera posee ya la fuerza que como maquinaria electoral tuvo en 2019.
Es una época de incertidumbre que amerita flexibilidad y diagnósticos precisos para intervenir políticamente. No dogmas. La arrogancia sin resultados es una cáscara vacía y profundamente desmotivante. Tenemos como tarea recuperar la confianza de los argentinos. Las diferencias siempre estarán, es propio de pensar modelos de país distinto. Pero necesitamos trabajar en las diferencias sin la descalificación que sólo sirve para autoafirmarnos en “la nuestra”, una vía muerta para la política. A esta altura, sólo nos queda lo importante. Refundar un nosotros, porque al final de cuentas eso es lo que somos: argentinos y argentinas.
[1] Los Desafios Macroeconomicos de Crecer. Equilibra. M. Rapetti G. Palazzo
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