Se trata de Jean Claude Romand, quien fue denominado como "estrella del horror”. Aseguraba que trabajaba en la OMS, manejaba un BMW y tenía una gran vida pero todo estaba basado en mentiras y estafas.
Por Canal26
Miércoles 20 de Mayo de 2020 - 16:49
Jean Claude Romand
Jean Claude Romand decía que era un prestigioso médico y se hacía pasar por un funcionario importante y trabajador de la Organización Mundial de la Salud, decidió el sábado 9 de enero de 1993 iniciar un periplo homicida.
En pocas horas organizó una espeluznante matanza que incluyó a todos sus familiares directos.
El viernes 8 de enero de 1993, Jean Claude llegó de trabajar en su oficina en la Organización Mundial de la Salud (OMS) de Ginebra con su BMW y estacionó en la puerta de su casa. De allí fueron con su esposa Florence a buscar a los chicos al colegio Saint-Vincent-de-Paul.
Esa madrugada en la que comenzó el horror Romand tenía 38 años (estaba a un mes de cumplir los 39). Y para todos, vecinos, amigos y familiares, era una excelente y exitosa persona. Pero ese sábado 9 de enero de 1993 terminó con todo aquello que había edificado sobre los terrenos resbaladizos de su imaginación enferma.
Primero mató con un rodillo de amasar a Florence, de 37 años. A puro golpe. Eran las 8 de la mañana. Lo lavó cuidadosamente y siguió con su siniestro plan.
Un poco más tarde les dio de desayunar cereales a sus hijos, mientras veían en la tevé el video de Los tres cerditos. Caroline, de 7 años, quiso ir a buscarle una bata a su papá, le pareció que tenía frío. Él, en cambio, le tocó la frente y le dijo que estaba “caliente”, que tenía fiebre y que debía acostarse en su cama. Buscó la carabina calibre 22 que le había regalado su padre Aimé el día que cumplió 16 años, fue el dormitorio y le disparó por la espalda y sin titubear a su pequeña hija. Fueron cinco tiros con silenciador. Una bala le atravesó el corazón de lado a lado. La tapó con una manta y la almohada.
Utilizó el mismo procedimiento con su hijo menor, Antoine de 5 años, a quien le dio de tomar un supuesto medicamento y lo envió a su cama. Una vez acostado tomó su carabina y le tiró directo a la cabeza. Lo tapó con el edredón.
Luego de limpiar la escena, decidió salir a pasear. Cuando entró de nuevo a su casa aprovechó para limpiar la carabina y la guardó en su funda. Se dispuso a salir hacia el hogar de sus padres, en Clairvaux-les-Lacs, en Jura, a unos 75 kilómetros de allí. Antes se cambió de ropa. Se puso una chaqueta vieja y unos jeans para evitar que el perro de sus padres lo ensuciara cuando le saltara encima moviendo su cola. Siempre lo hacía. En el coche puso su portatrajes donde llevaba la ropa que usaría esa noche para una cena con su amante, Chantal Delalande, en París.
Llegó a Jura a eso de las 12.30 del mediodía. Estaba estacionando el auto cuando su padre Aimé salió a la puerta para recibirlo. Anne Marie, su madre, había preparado el almuerzo. Comieron los tres juntos.
Después, fríamente, se puso manos a la obra. Le pidió a su padre que subiera al primer piso. Quería mirar con él la ventilación de ese placard que tenía tan mal olor. Se cree que subió con su carabina y que ellos no sospecharon nada. Aimé se arrodilló en el piso para mirar el conducto de ventilación. Dos certeras balas, disparadas con silenciador, atravesaron su espina dorsal. No se habría dado cuenta de nada. Murió inmediatamente y sin aspavientos. Jean Claude lo tapó con una colcha.
Con una excusa, hizo luego subir a su madre a un salón que nunca utilizaban. Esta vez algo salió mal porque ella no le dio la espalda todo el tiempo. De pronto, se dio vuelta y habría visto a su hijo apuntándola. Llegaría a decir “¿Qué está pasando?”, pero los tiros que entraron de frente por su pecho la callaron de inmediato.
El labrador blanco de los Romand ladraba enloquecido. Era un testigo demasiado ruidoso del horror. Baleó a la mascota y la tapó como al resto de sus familiares.
Jean Claude quería llegar a la misa dónde estaba su amante Chantal, dentista cirujana de profesión, con sus hijas. Optó por no llamar la atención y quedarse al fondo. Luego las acompañó al departamento de Chantal donde ella se maquilló y se preparó para la cena. En el viaje en auto ella se armó de coraje: le reclamó el dinero que le había prestado hacía un tiempo atrás. Él prometió devolvérselo el lunes, cuando hubiera bancos.
La comida esa noche sería en Fontainebleau, en la casa de un supuesto gran amigo de Jean Claude, llamado Bernard Kouchner, que Chantal no conocía. Nunca llegaron. Jean Claude se perdió en el camino. Terminó girando por unos bosques en el medio de la noche. Paró el auto en la oscuridad y le dijo que tenía un regalo para ella en el baúl: que le había comprado un collar.
Se bajaron. Él sacó algo de la parte trasera y ella se puso de espaldas para recibir su presente. Fue ese el momento en que Jean Claude le tiró un gas lacrimógeno (dos bombas lacrimógenas que había adquirido el 5 de enero). Pero Chantal lo sorprendería porque, en vez de entregarse a un destino evidente, empezó a luchar con todas sus fuerzas. A pesar de no poder abrir los ojos, luchó denodadamente por su vida. Gritaba tratando de alejarse. Cayeron al piso. Él le puso algo parecido a una picana eléctrica en el abdomen. Chantal vociferaba que no quería morir, que tenía hijas para cuidar. De golpe abrió sus ojos y encontró la mirada de su victimario. Algo sucedió en ese cruce de miradas que detuvo en seco la locura de Jean Claude.
Se levantaron, subieron al auto y ella comenzó a hablarle suavemente durante todo el viaje de regreso a París. Chantal quería evitar, como fuera, un nuevo ataque. Él argumentó que tenía un tumor en el cerebro, que eso era lo que lo estaba afectando. Ella no creyó la excusa, pero le aconsejó ver a un médico urgente. La dejó en su casa y volvió manejando, unos 460 kilómetros, hasta Prévessin Moëns, donde lo esperaba su bella casa llena de muerte.
La mañana del domingo 10 de enero abrió la puerta, que había sido recientemente renovada por Florence, para encontrarse con la quietud absoluta de su hogar. No se inmutó. Estaba agotado así que se tiró a dormir en el sillón del living. Cuando se despertó encendió la televisión y se pasó varias horas con el control en la mano, como un autómata.
A las cuatro de la tarde llamó a Chantal nueve veces. La décima, ella atendió. En esos trece minutos de charla ella le recomendó otra vez pedir ayuda por su estado mental. Pero, quizá porque no sabía aún de los crímenes, se animó a insistir con que le tenía que devolver su dinero. Chantal recién sabría horas después que se había salvado de un múltiple asesinato.
Pasadas las diez de la noche Jean Claude tomó los bidones de combustible que había comprado hacía tres días en el supermercado con su mujer Florence. Regó con el líquido inflamable los ambientes, los muebles, los cuerpos cubiertos. Fue a su habitación, donde en la cama descansaba bajo la colcha el cadáver de Florence, y se puso un pijama.
A eso de las tres de la mañana del lunes 11 de enero de 1993 se decidió a terminar la faena comenzada y lo encendió todo: el desván primero, luego el cuarto de sus hijos, después el pasillo... y se encerró en su cuarto. Tomó las 20 pastillas que tenía preparadas y esperó. Cuando le faltó el aire abrió la ventana y se asomó. Se desmayó justo cuando llegaban los bomberos. Habían sido alertados por los vecinos que veían las llamas consumir la casa. Fue rescatado y sobrevivió luego de pasar una semana en coma, en terapia intensiva.
Los cuerpos fueron hallados embebidos en combustible. Y la escena criminal contó casi todo.
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