En 1956 y 1957 llegaron al país los primeros coreanos exprisioneros de guerra que se negaron a ser repatriados. Cómo es vivir con la ausencia de hijos, hermanos, padres y abuelos.
El 25 de junio de 1950 a las cuatro de la madrugada los tanques norcoreanos cruzaron el paralelo 38 que divide a las Coreas dando inicio a lo que se conoce en occidente como la Guerra de Corea. El ataque sorpresivo marcó el comienzo de una invasión que pretendía unificar la península en un solo estado.
Hasta 1945, el territorio coreano contaba con una larga tradición de gobiernos centralizados que habían mantenido unida a la isla: ya sea bajo el sistema dinástico premoderno, o el gobierno colonial japonés, Corea había sido una sola durante siglos. Sin embargo, el 10 de agosto de 1945, unos días antes de la rendición de Japón en la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos y la Unión Soviética acordaron la división de la península en dos estados independientes: uno comunista y otro capitalista.
En 1948, luego de tres años de gobiernos tutelares, se establecieron la República de Corea (Corea del Sur) y la República Popular Democrática de Corea (Corea del Norte). Esta decisión fue tomada sin consultar a la población local. Muchos coreanos creían que la división duraría poco, pero no imaginaron la violencia que traería ese intento de unidad.
La Guerra de Corea no fue una guerra civil, ya que contó con la participación de las tropas chinas, del lado del Norte,y del comando de las Naciones Unidas, liderado por Estados Unidos, que tuvieron un rol más protagónico que las Coreas en la planificación militar de avance y contención del enemigo.
Tres años después, el 27 de julio de 1953, Corea del Norte, China y los representantes del Comando de las Naciones Unidas firmaron en Panmunjom el armisticio que establecía un cese a las hostilidades y a cualquier agresión de las fuerzas armadas hasta tanto se acordara un acuerdo de paz definitivo. Así se ponía un relativo fin a 3 años de un cruento conflicto armado que había dejado millones de muertos, heridos, odios ideológicos y dos Coreas destruidas y más divididas que antes.
Esta guerra, un episodio que no solemos estudiar en la escuela, dejó huellas profundas en la Argentina. Los primeros migrantes coreanos que llegaron a nuestro país fueron 12 exprisioneros de la guerra que se negaron a ser repatriados a Corea del Norte o Corea del Sur y, traumados por el conflicto, solicitaron al Alto Comisionado de las Naciones Unidas refugio en un lugar neutral.
El 21 de octubre de 1956 llegaron los primeros siete exprisioneros de guerra coreanos a Buenos Aires. Al año siguiente, el 11 de mayo de 1957, arribaron otros cinco. Según los registros de la Asociación Coreana, algunos eran oriundos del Norte, otros del Sur, y todos tenían entre 24 y 28 años. Estos primeros migrantes, que desempeñaron un papel clave en la conformación de redes e instituciones de la comunidad, no fueron las únicas víctimas directas del conflicto armado que se asentaron en Argentina.
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Hasta el comienzo del conflicto armado, en 1950, no se habían registrado olas de desplazamiento poblacional masivos. Si bien estaba prohibido cruzar de un lado al otro del paralelo, antes de la guerra la línea divisoria era más permeable y, salvo algunas excepciones, la mayoría de la población se quedó en los mismos pueblos y ciudades donde vivía desde hacía generaciones.
La guerra desestabilizó esa tradición. Frente a la falta de comida, los bombardeos y las matanzas indiscriminadas, muchos norcoreanos salieron en busca de un destino más seguro. Se calcula que alrededor de seis y ocho millones coreanos cruzaron al Sur en el marco de la guerra. A veces las familias decidían que algunos miembros se fueran primero para ver si la situación en el Sur estaba mejor y luego volvieran a buscar al resto de los integrantes. Hubo personas que, en el caos de la crisis del desplazamiento masivo, perdieron a algunos miembros de su familia y nunca más lograron verlos. También hubo muchas familias nucleares que lograron permanecer juntas, dejando en el Norte a otros parientes cercanos.
Para julio de 1951, el conflicto se estancó en torno a la frontera que divide la península imposibilitando el cruce. La destrucción total, la violencia indiscriminada, el miedo y los reclutamientos forzados de soldados provocaron que miles de coreanos perdieran contacto son sus seres queridos. Mientras la guerra se prolongaba en el tiempo, más difícil se hacía planear una estrategia para buscarlos. Durante tres largos años vivieron con la ilusión de que al finalizar el horror podrían reencontrarse. Pero como el acuerdo de paz nunca llegó, tuvieron que continuar sus vidas tratando de olvidar a los afectos inolvidables.
Hay tantas familias separadas por la guerra que no es casualidad que gran parte de los miembros de la comunidad posean familiares directos o indirectos en Corea del Norte. Vivir con la desaparición de los hijos, los hermanos, los padres, los abuelos es, sin lugar a dudas, uno de los legados más traumático del conflicto.
Las heridas abiertas de la guerra no sólo atraviesan a la sociedad coreana, sino también a nosotros, los argentinos, que recibimos a miles de coreanos que llegaron a un país para ellos lejano y desconocido, cargando en silencio el sufrimiento de un doble desarraigo. Tan doloroso es recordar que a veces ni sus descendientes saben la historia de sus orígenes.
Hoy, a 71 años de la firma del armisticio, la mayoría de las víctimas de la división han fallecido sin poder saber qué pasó con sus familiares y otros miles de coreanos, muy mayores, aún esperan que, entre amenazas y tensiones, el sentido de humanidad invada el paralelo 38 y puedan así abrazar a sus familias antes de dar su último respiro.
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