Manifestación de los "Proud boys" en Washington. Foto: Reuters.
Por Marcelo García.*
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Las últimas elecciones presidenciales celebradas en los Estados Unidos en 2020 plantearon un escenario pocas veces antes imaginado. No solo para la Nación norteamericana, también para el resto de los países de América. La salvaje puja electoral entre los dos bandos predominantes en la política estadounidense llevó, del modo menos pensado, a un auténtico viaje en el tiempo. Lo grave es que no fue un paso destinado a un futuro promisorio, sino todo lo contrario. En ese juego letal, la sociedad toda retrocedió varios casilleros sin escalas directamente al pasado. La frutilla de la torta fue, sin lugar a dudas, la feroz disputa -ajena al mundo civilizado- entre el republicano Donald Trump y su adversario en la contienda, el demócrata Joe Biden.
Justamente esa frutilla (tanto como la torta entera) tuvo ciertamente un sabor amargo. Las acusaciones (o amenazas) de fraude comenzaron a minar el camino de la democracia estadounidense desde mucho tiempo antes de que se llevara a cabo el proceso eleccionario; y con esto, se dio el tiro de gracia a la confianza en las instituciones del país que históricamente se "vendió" al mundo como el más confiable y legalista del planeta. La tierra de la libertad y las oportunidades, ahora recortadas.
Como si se tratara de una nueva y patética versión del trágico derrumbe de la Torres Gemelas, el sistema institucional estadounidense procedió -por mérito propio- a una inevitable implosión que puede llevar a consecuencias verdaderamente devastadoras. Trump, forzado a abandonar la oficina oval de la Casa Blanca desde el 20 de enero de 2021, incurrió en una falta grave, gravísima, al denunciar sin la más mínima prueba concreta al respecto, la emisión de miles de votos fraudulentos para borrarlo de un plumazo de la presidencia. Lo de Biden, acompañó, y no fue precisamente decoroso. No es que el norteamericano promedio se haya sentido tocado en lo más íntimo de sus (posibles) convicciones democráticas.
El peligro real, para ellos y para todos los habitantes del continente americano desde Alaska hasta la Tierra del Fuego, radica en que el oportunismo de los eternos enemigos de la democracia y del país de la bandera con barras y estrellas, está a la vuelta misma de la esquina. Y esa oportunidad es la que surge inevitable de la "política de puertas abiertas" (en este caso, sí) de Venezuela para con sus principales y predilectos socios estratégicos y comerciales: Rusia, China e Irán.
El descalabro total propiciado por la Administración de Trump, aprovechado de manera irresponsable y anti patriótica por el presidente electo Joe Biden, solo contribuye a echar un baldazo de nafta al fuego. Los Estados Unidos se desnudaron mostrando -ante toda la región- una grieta tan peligrosa como difícil de cerrar (si es que acaso eso es aún posible). Y por ese mismo agujero negro podrían filtrarse quienes están dispuestos a socavar los mismísimos cimientos de la ya bastante endeble convivencia norteamericana de estos días y el equilibrio relativo de América en su conjunto. Esto, lejos de ser una simple teoría conspirativa, fue denunciado oportunamente por Juan Guaidó, el líder de la oposición política venezolana, insistentemente reconocido por los Estados Unidos (al menos por el Gobierno de Trump) como el "presidente a cargo" de Venezuela, manejada a sangre y fuego por una dictadura.
Fue Guaidó quien (además de exhibir alarmantes desmanejos de su parte, vale aclararlo) aseguró que elementos subversivos chinos, rusos e iraníes, operan del modo más conveniente para sus propios intereses geopolíticos en esta parte del planeta. Incluso, esas denuncias desembocaron en la (in)esperada devolución de parte del régimen de Nicolás Maduro el martes 5 de enero cuando Fuerzas Armadas del aparato de seguridad estatal rodearon la casa del dirigente opositor, en lo que ha sido una (otra) auténtica declaración de guerra.
Incidentes en Estados Unidos. Foto: Reuters.
Y más. El mismo día, en Washington se dio una situación nada alentadora para la paz regional. Miles y miles de partidarios de Trump, grupos de la ultra derecha radical estadounidense alineados detrás del grupo supremacista blanco "Proud boys" (Muchachos orgullosos), tomaron las calles (junto a Antifa y BLM) con el único objetivo de evitar la estrepitosa salida de Trump del Gobierno, en la antesala de una nueva disputa (el miércoles 6 de enero) con el Congreso norteamericano como el escenario desde donde determinar cuál de los dos bandos (republicano o demócrata) robó más votos en la pasada elección. Para dimensionar el preocupante estado de cosas, resulta elocuente lo dicho por un asistente a la marcha derechista en la capital de los Estados Unidos: "Mi Comandante en Jefe me llamó y mi Señor y Salvador me dijo que viniera. O recuperamos nuestro país o ya no existe", aseguró como si se tratara de un androide a radio control.
La ciudad sede del Gobierno lució como nunca antes en su historia: su centro neurálgico fue tapiado por completo, la práctica totalidad de los locales comerciales se vieron forzados a bajar sus persianas y el ciudadano común decidió autoconfinarse; pero no por el temor a la letal pandemia de coronavirus, sino frente al miedo real y concreto de que se repita la violencia desmedida que sacudió al país durante los meses previos como consecuencia de la otra arista de ese peligroso "viaje hacia atrás en el tiempo" enmarcado en el conflicto racial que aún deben resolver y nadie sabe cómo manejar.
No se trata de una tenebrosa novela de ciencia ficción. Es el nuevo espacio en el que debe moverse (con visión nublada y terreno resbaladizo) el continente americano todo; una situación demasiado compleja porque -como suele suceder con los peces muertos- todo comienza a pudrirse por la cabeza.
*Periodista de canal26 y escritor.
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